miércoles, 15 de noviembre de 2017

Presentación de “Una película vuelve a casa” de Hernán Lucas, por Leonardo Oyola


Tres libros para hablar de la relación entre la literatura y el cine, tres de mis libros favoritos sobre el tema, son Del caminar sobre el hielo de Werner Herzog, El mono en el remolino de Selva Almada y el que tengo el enorme honor e inmensa alegría de presentar esta noche: Una película vuelve a casa de nuestro querido Hernán Lucas. ¿Puede ser que todavía no le hayamos dado un fuerte aplauso?
Herzog, después de mostrarnos en Aguirre la ira de Dios y antes de develar El misterio de Gaspar Hauser, cuenta sobre una peregrinación que hace con motivo de una promesa; ante una amiga a la que le diagnosticaron una enfermedad terminal. La Fe de este hombre para solamente con su andar torcer lo inevitable es tan inmensa como el Fitzcarraldo que va a filmar una década más tarde.
A Selva la invitan a participar del rodaje de Zama. Pero en lugar de hacer una crónica pormenorizada de las jornadas de filmación, vuelve a conectar con sus raíces, con su historia, con ella misma al ponerse en contacto con todas esas personas a las que les pidieron que fueran otras para el film de Martel; y que después de desmontado el set vuelven a sus hogares ya sin el halo del cine, ya sin el hechizo del séptimo arte… aquellos que le pudieron sentir la magia. Selva lo hace, la captura y la comparte con una naturalidad y una belleza como solo ella puede narrarla.
Y ahí es en donde se suma Hernán: a su manera tan o más loco que Werner Herzog (de hecho otro realizador cinematográfico lo trata de loco y más de una vez); ahí es en donde se suma tan hermoso y particular como esas almas que retrató Selva. Tan Hernán Lucas… como sólo sus lectores y los que lo conocemos y queremos sabremos celebrar y reconocer en estas páginas.
Hernán descubre que -en el edificio en el que vive con su cuchi-muchi, en un departamento igual- se filmó Últimos días de la víctima. Y se le ocurre un acto verdaderamente amoroso: proyectar la película en uno de los lados del edificio, volver a reunir al elenco, realizador y técnicos en ese escenario; y que todos los vecinos compartan esa experiencia.
Una idea genial.
De un loco.
De un tierno.
De un dulce de leche… versus los amargos del consorcio.
Que son los que tienen que aprobar, o no, la proyección.
Hernán, como lo hizo con su libro anterior el de sus crónicas de Aquilea (su librería), escribe un diario íntimo. En el que manifiesta sus frustraciones, sus broncas con sus vecinos, su falta de Fe por momentos y sobre todo cuando vuelve a encender esa llama para poder hacerlo.
Y por una película emblemática del cine nacional, Hernán empieza a vivir y a hacernos ver otra película que transita por varios géneros.
Porque es una película básicamente de amor.
Pero también una comedia de enredos.
Y hasta una de espionaje.
En esta quijoteada; de inesperado Sancho Panza le aparece un arquitecto de apellido Pagoda. Como su tocayo, aquel sirviente fiel y cascarrabias de Gene Hackman en Los Excéntricos Tenembaums. El Pagoda arquitecto también es fiel y cascarrabias; así como la prosa de Hernán tan dandy y exquisita como las películas de Wes Anderson.
Tanto el realizador del Gran Hotel Budapest como mi amigo aquí presente son dos adultos que no han dejado de jugar. Y que se meten en los quilombos más insospechados… en este caso Hernán con tal de lograr un voto positivo con otros miembros del consorcio… siempre sin perder la elegancia.
De las tantas que se manda, porque son muchas -¡MUCHÍSIMAS!- y ya se van a enterar leyéndolo, Hernán Lucas se anota en un gimnasio para averiguar algo raro en dicho establecimiento. Y después de hacer abdominales fichando disimuladamente –ya me imagino lo que habrá sido el disimuladamente de Hernán- fichando bicicletas fijas, levantamientos de pesas y taewkondistas… finalmente repara que adentro del gimnasio están haciendo choripanes. ¡Hernán! ¡Es lo primero que tendrías que haber notado! ¡La parrilla! Encima encendida.
Alicia atravesó el espejo y Hernán una pantalla cinematográfica. Si hasta un conejo aparece en el libro. Volviendo lo ordinario en algo extraordinario.
Laiseca a sus discípulos nos sabía explicar de la importancia de los dibujos animados a la hora de ponernos a contar algo. De poder ver en los personajes y en las historias más allá de los gags. Conmovía hasta las lágrimas el Maestro hablando de Coraje, el perro cobarde. Ese pobre y diminuto can, con cuerpo de chizito y patitas de palitos salados que vaya uno a saber como terminó en esa granja del orto como mascota de esos dos viejos alemanes mala onda. Que encima eran mufa porque sobre que ahí no había nada siempre les caía de todo: zombies, invasiones alienígenas, cocodrilos mutantes, las siete plagas bíblicas, asesinos seriales, lo que se les ocurra… y los viejos jamás se enteraban de nada. Porque ahí estaba Coraje, temblando como una rama (es cierto), pero así y todo parándose de manos para defender a sus muy queridos amos.
“Es noble”, concluía Laiseca, “ese pichicho es noble. Tiene un corazón enorme. Por eso le hace frente a lo que venga”.
Con Hernán, entre tantas alegrías que supimos compartir y que Dios quiera sigamos sumando, tuvimos un ciclo en el que conjugamos tres de nuestros amores: nuestra Función privada de cine, música y literatura.
Yo soy malo para todo lo técnico.
Hernán es peor.
Somos el Hansel de Owen Wilson y el Derek Zoolander de Ben Stiller frente a una computadora.
Pero Hernán le pone garra.
A esas y a las que venga.
El te dice: “Boy George”.
Y se manda.
De ahí a que salga, esa es otra cosa.
Lo que yo valoro y atesoro de él, además de su amistad y cariño y que está en cada página de Una película vuelve a casa, son precisamente como en Coraje el perro cobarde; su corazón… y su nobleza.
Gracias por escribir, locura.
Gracias por todo.

Texto leyó Leo Oyola, el 3 de noviembre en el Club Nivangio, para presentar la la novela de Hernán Lucas, “Una película vuelve a casa”, Paisanita Editora, 2017.