En La ley de la ferocidad, Pablo Ramos vuelve a ponerse en la piel del personaje que protagoniza la mayoría de sus libros, Gabriel Reyes, y nos cuenta, con ferocidad, justamente, y en primera persona, la vuelta de Gabriel al barrio en que el se crió, para ocuparse del velorio de su padre. Pablo Ramos dijo alguna vez que escribió esa novela para dejar de darse botellazos en la cabeza. Más allá de que esa frase sea simpática y un poco provocativa, más aún si pensamos la obra de Ramos como aquel cross a la mandíbula del que hablaba Arlt, es cierto que La ley de la ferocidad tiene un fuerte componente catártico. Hablo de ese libro porque no dejé de pensar en Ramos, mientras leía las diferentes versiones de Flipper, la primera novela de Enrique Decarli. Tal vez por contraposición o porque los dos libros transcurren en un espacio acotado de tiempo: muere el padre, el hijo se ocupa de hacer los trámites para el velorio y el entierro y deja que los recuerdos del vínculo filial entren y salgan en forma constante en el relato. En lo argumental, las dos novelas se parecen. Pero en el tono, en la voz del personaje narrador, justamente ahí, se contraponen. Decarli elige la mesura, incluso la despersonalización. Cito una escena del tramo final de la novela:
“La
gente ocupó los primeros asientos. Ubico a mamá y a Vir. Paulo se acomoda en el
último banco. Me siento al lado de él y pongo las manos debajo de las piernas.
Parado atrás de altar hay un cura. La gente se para y sale. Afuera hay un cajón
sobre una especie de zorra. Dudo que sea el mismo cajón que estaba en la
capilla porque no ví quienes lo cargaron y llevaron hasta ahí. Quizás fueron
los mismos caballeros de Lasala. O los empleados del cementerio. Incluso tal
vez yo colaboré”.
¿Cómo hablar
del padre, que acaba de morir? A Enrique Decarli no le alcanzó con su oficio de
cuentista para contar esta historia. Necesitó entrar en la novela, un formato
nuevo para él, y para eso se aferró a lo que ya conocía bien: narrar con frases
cortas, controlando las emociones de sus personajes, con capítulos cortos que
parecen cuentos y que le dan a su primera novela una temporalidad fragmentaria.
Anécdotas breves, que van deslizándose en forma casi imperceptible en el relato
principal.
Que el
personaje central, en la escena que les leí, haya puesto las manos debajo de
sus piernas, no es casual. La gestualidad, lo teatral, es fundamental en la
obra de Decarli. Sus cuentos son piezas visuales. Perfectas. Flipper también es una pieza visual, o,
mejor dicho, un conjunto de piezas. A pesar
de que esta vez Decarli se mete de lleno en el realismo –sin esas fugas
hacia lo fantástico que hay en sus cuentos-, es natural leerlo con la sensación
de que lo que narra es apenas una parte menor del asunto. Siempre hay algo más.
Algo inaccesible para los lectores, o, por lo menos, algo que intentamos
empezar a descifrar, sabiendo, de antemano, que no vamos a poder hacerlo. Nos
faltan elementos. La historia se nos va de las manos.
Conozco
la obra editada de Enrique Decarli y algo de lo inédito. También a él, porque
nos encontramos al mismo tiempo, sus libros, mis libros, él y yo. Enseguida nos
hicimos amigos, desde el primer café que tomamos en Adrogué, hace siete u ocho
años. O tal vez un poco más. Hubo una época en que nos juntábamos a escribir y
de esos encuentros salió parte del material de dos de sus libros y también de
dos de los míos. Ahora presenta su primera novela. Hay algo distinto, en
relación a sus cuentos, algo más personal. En su novela se expone más, incluso
hay cosas de su propia vida que están en juego en este libro. Pero conserva su
marca, esa escritura medida, precisa, musical, ordenada. Él necesita ordenarse
para narrar. Para que su mundo fluya con naturalidad. Y con belleza.