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Una película dentro de una novela
Por: Daniel Gigena
Hace ya treinta y seis años que se estrenó Últimos días de la víctima, la película con la que Adolfo Aristarain lograba burlar la censura de la dictadura militar con una trama que denunciaba algunos de los procedimientos siniestros de la dictadura. Basada en la novela de José Pablo Feinmann, la película se convirtió en un paradigma de la elipsis y la metáfora, dos recursos que otros grandes artistas de la época (Daniel Moyano, Sara Gallardo y Charly García) habían utilizado para crear. En el film de Aristarain, un parco personaje interpretado por Federico Luppi persigue a Rodolfo Külpe, que encarnaba Arturo Maly. El objetivo final era evidente desde el comienzo: asesinar a Külpe y hacer pasar el crimen como uno más de los cometidos por los grupos parapoliciales. Entre paréntesis, todos habíamos quedados obsesionados, como le pasaba al personaje de Luppi, con la performance de Soledad Silveyra.
A fines de 2017, Hernán Lucas publicó su primera novela, basada en parte en una experiencia personal. En Una película vuelve a casa (Paisanita), el protagonista descubre que el edifico porteño al que se acaba de mudar había sido una de las locaciones de Últimos días de la víctima. Las dos torres están situadas en el barrio de Almagro, al costado de las vías del ferrocarril Sarmiento. De manera lenta e insidiosa, la convivencia entre vecinos, las actividades más anodinas y los encuentros casuales se cargan del clima de suspicacia y riesgo que dominaba esa obra de Aristarain. Tanto el edificio como la película son contemporáneos: el film se estrenó en 1982 y las torres se inauguraron un año antes. Ambos habían compartido un mismo tiempo de producción en épocas oscuras y tal vez en los dos, en el edificio y en la película, se cifraron prácticas de un período que quedó atrás para siempre.
Como el personaje de su novela, el autor vive en el edificio. Pero Lucas no se acaba de mudar: está allí desde hace dieciocho años. Algunas de las escenas de la película transcurren en un departamento de dos ambientes como el suyo; escenas en las que el asesino a sueldo entra de manera subrepticia para espiar y conocer mejor a la víctima. En la novela, sin embargo, la suspicacia cede paso a una épica humorística. El protagonista, cuando descubre que la película se filmó en el edificio, quiere organizar una función de homenaje y proyectar el film en la medianera de una de las torres. Invita a la función a los vecinos del consorcio y al mismo Aristarain, a Luppi y el resto del elenco. "Apenas los del FNA me confirmaron que Aristarain y Soledad Silveyra vendrían al homenaje, empecé a redactar un aviso para pegar en las carteleras de las torres. Federico Luppi, en cambio, no iba a poder venir porque para esa fecha estaría de viaje; y por desgracia Arturo Maly, como China Zorrilla y Julio De Grazia, ya se encontraban, como dicen los actores, de gira". Ese tono de homenaje irónico y a la vez genuino da vida a la historia.
Después de que se publicó el libro, al autor lo esperaba un curioso epílogo en forma de experiencia. Cuando decidió poner en venta el departamento para mudarse a otro más grande, el primero en contactarse por Internet fue un tal "Chuck Porris". Desconfiado, Lucas le preguntó si podía conocer su verdadera identidad para avanzar en la transacción. Resultó ser que Chuck era Bruno Aristarain, hijo del director de cine, que no tenía idea de que en ese lugar su padre hubiera filmado una película y mucho menos que se hubiera escrito un libro sobre el asunto.
El día del encuentro para visitar el departamento, los Aristarain se hicieron presentes. Tanto el director de cine como el escritor se sintieron un poco abrumados por el modo en que la realidad completaba sus ficciones. Como ocurre con Últimos días de la víctima, con Una película vuelve a casa y con tantas otras narraciones, el modo de contar una historia define, aunque sea de manera alusiva, el sentido real de lo que se quiere contar.