Presentación de ANITA, de Ariel Bermani, 4 de octubre de 2019
Hace años que leo a Ariel Bermani, como
también leo a Anton Chejov, pero entre uno y otro hay una diferencia: al ruso
no lo conocí, ni puedo saber si Verochka, Ionich, Dereviashkin o Anna Sergeevna
realmente existieron. En cambio recorrí
Anita varias veces, porque cada vez
que lo hago siento un vértigo que me sitúa en el umbral desconocido de la
inminencia: yo no sólo conocí a Ariel Bermani en aquel año de 1990 que narra el
texto que le da a este libro su nombre entrañable, sino también traté a cada
uno de los personajes allí mencionados y, sobre todo, traté a Anita, fue parte
de mi vida durante muchos años, porque Ana María Barrenechea fue mi directora
en el Conicet y mi maestra. Fue ese mismo año, precisamente, en el que comencé
a frecuentarla, porque mi director era Enrique Pezzoni, otra figura inolvidable
para mí, y luego de su muerte quise que fuera mi directora aquella que también
había sido la maestra de Enrique. De modo que iba a verla allí mismo donde
trabajaba Ariel, dos pisos más abajo del Instituto de Literatura
Hispanoamericana, que es mi sede de investigación: la veo otra vez en el fondo
de su despacho, detrás del escritorio de madera oscura y delante del alto ventanal
del Instituto de Filología Hispánica en el primer piso del edificio de la calle
25 de mayo, con el brillo repentino de la hora sobre los lentes de los anteojos
que ocultaban la mirada, antes de reír de inmediato al verte entrar ¿Ya estaba en
ese sitio entonces? ¿Ya estaba rodeada por los libros de la biblioteca de
Enrique Pezzoni, que había muerto el año anterior? El edificio, que había sido
espléndido, por entonces estaba ruinoso, y en los techos se veían grandes
agujeros donde las cubiertas de yeso se habían desmoronado. Un día una lluvia
terrible cayó a través de todos los agujeros del edificio y, si mal no
recuerdo, el diario Clarín mostró la
foto de Anita rodeada de libros mojados que habían sido rescatados por ella
misma en el salvataje del Instituto. Anita era extraordinaria y en Anita, Ariel Bermani le hace dictar una
carta a Alejandra Pizarnik, muerta hacía décadas, diciéndole cuánto la
extrañaba y también cuenta que, en lugar de Ariel, lo llamaba “Calibán”, la
criatura bárbara de La Tempestad, de
Shakespeare, la antítesis del libro de José Enrique Rodó, Ariel, y la figura positiva del libro de Roberto Fernández Retamar,
Calibán. Ariel logró captar el tiempo
sin tiempo en el que vivía Anita: los días simultáneos de la literatura, donde
Shakespeare, Alejandra, Ariel y Calibán vivían bajo el resplandor de su
insomnio lúcido. Un día escribí un texto que acompañó la presentación de su
gran libro sobre Borges, en edición definitiva y aumentada, junto a Ricardo
Piglia, allá por el año 2000, y lo titulé tal como la veía: la descifradora.
Releo Anita, entonces, porque de pronto ella regresa en este libro, en el cual todo
vuelve a ocurrir, y sucede algo más extraño: ahora todo lo que se cuenta sobre
aquellos años pasa menos como ha sucedido, que como sucede en el libro de
Ariel. Ese tiempo pasado, donde todo o casi todo ha muerto, retorna en los
hechos narrados con la limpidez propia de lo acontecido y con la certeza de un
recuerdo personal: la ficción toma el lugar de lo verdadero.
Pero con este libro y
otras historias y poemas de Ariel me ocurre algo igualmente extraño. Su
intensidad me impide abandonar la lectura: hay algo que me lleva más allá,
hacia adelante, para saber un secreto, pero no a la manera de una novela de enigma,
sino como se oyen de pronto las voces que vienen de otro cuarto y a las cuales es
necesario escuchar con mucha atención para discernir qué está ocurriendo. Al principio creí que ese fervor por llegar al
final de la historia se debía a que Anita
estaba reescribiendo para mí el tiempo perdido, que aquello que se despertaba
en el recuerdo redimía en el relato eso que ya no estaba y provocaba el
consuelo de su reemplazo. Pero luego leí los otros textos, las otras historias
de mujeres de este libro: “Lucy”, “Rafaela”, “Lili” y “Pocha”. Y además leí los
poemas de Tenemos que hablarlo, el
libro que Ariel publicó en las ediciones dobles de Club Hem junto con Medidas de urgencia, de Gabriela Luzzi,
en este mismo 2019. En el último poema, “Las muertes”, estaban la mamá de Gabi,
el papá de Paula, y el de Fabián y el de Ariel. Salvo de Lili Zucotti, que
también aparece en otro poema relacionado con el mundo de Anita y vive intensamente en una memoria familiar y amorosa que
forma parte de mi vida, no tengo recuerdos de ninguno de ellos porque nunca los
he visto en mi vida. Sin embargo, la intensidad era la misma, esa rara sensación de que lo que allí leía parecía un
recuerdo propio, tenía la imprecisa emotividad de una memoria personal, donde
lo fugaz es fijado por un detalle inconmensurable o por un afecto que me
convocaba entero.
Entonces ya no quise leer
otra vez a Ariel Bermani para vivir de nuevo aquello que se había perdido, sino
para saber por qué lo perdido reaparece con tanta nitidez en sus libros; mejor
dicho, por qué en su escritura algo persiste, como un diamante que brillara
debajo de una superficie a la manera de un tesoro que siempre está allí
mientras caminamos distraídos. Porque los textos de Ariel tienen esa fuerza de
recuerdo, esa presencia de hechos que nos tocan aunque no los hemos vivido, y
sobre todo porque no lo hemos vivido
–ya que incluso sería irrelevante comprobar si tales sucesos ocurrieron
exactamente tal como son contados o, si en efecto, ocurrieron.
Busco la respuesta en la
relectura, voy una y otra vez a las páginas que se abren al interrogatorio. Estoy
entrenado para leer como un pesquisante: puedo hallar técnicas y procedimientos,
descubrir incongruencias, percibir estructuras; puedo sentir, como se siente el
aire frío o caliente, la sensación de un vocablo; puedo comprender un espesor,
un estilo; puedo destejer una trama: tendría que encontrar el secreto. La prosa
de Ariel parece sencilla, está “al alcance de toda boca –como decía el poeta Joaquín
Giannuzzi acerca de la poesía– para ser repetida, doblada, citada, / total y
textualmente”: digamos, para ser contada otra vez, para referirla como una
anécdota. Sin embargo esa sencillez no existe. Porque así como no se trata de
mi recuerdo personal, aquello que le da su extraordinaria fuerza evocativa a los
textos de Ariel tampoco es la sencillez. No está allí la clave de la intensa
familiaridad que provoca su prosa y su poesía o, mejor dicho, el ritmo de la
escritura de Ariel Bermani. Y tampoco es la anécdota. No podría a contar otra
vez ninguno de estos argumentos porque si lo hiciera se perdería lo esencial.
Parece que lo importante fuera la historia, pero no es exactamente eso. Lo
importante es la forma en que esa historia fue contada. No podría contarla de
otro modo que leyéndola en voz alta otra vez.
He leído Anita de nuevo, pero la pesquisa fue
inútil: el procedimiento no agota el efecto, toda estilística es impotente, por
allí no está la respuesta. En esa forma lo importante es todavía algo más, eso
que me hace buscar e ir más allá, como si la escritura fuera, ahora me doy
cuenta, un lugar donde guarecerse, un refugio y una morada. ¿Dónde está el
secreto? Todavía puedo percibir la superficie, pero no sé exactamente dónde
está el diamante. Pero está allí, también sé que está allí.
En
busca de una respuesta, releo aquel libro de Ariel que tanto me gusta, Procesos técnicos, también publicado por
Paisanita en 2016, que es un diario de escritura, de los procesos de escritura de
Ariel Bermani, pero también de los gustos, de las elecciones, de los arbitrios,
de los comienzos o de los finales. Pero asimismo, en fin, de lo inconcluso, de
lo incompleto, de aquello fantasmal e inminente: lo que no se hizo. Abro el
libro y leo en la página 65 de Procesos
técnicos:
Los héroes de mi infancia fueron Diego de la Vega y
Bochini. Los de mi adolescencia, Neruda, Marx o el Che. Después hubo un vacío,
una época de orfandad. Hasta llegar a estos últimos largos años, en que sólo
tengo antihéroes, personajes que aparecen en los libros que leo y también en
los que escribo. Hombres y mujeres que se mueven en la cornisa. Se mueven poco,
para no caerse. Y porque no tienen adónde ir.
Eso es el principio de
una clave: los personajes que están en equilibrio, que se mueven en la cornisa,
a punto de caer. Ese punto es un instante preciso en que deben sostenerse allí,
en un tiempo que no es igual a ningún otro, porque corresponde a un acto que
puede ser a la vez infinitesimal e infinito, ese “instante donde ningún
instante transcurre”, como diría el poeta Hugo Padeletti: ese tiempo colmado
que no dura nada y que casi carece de movimiento, que es incluso un no movimiento para no caerse, para no
despeñarse en el tiempo. ¿Dónde está el secreto de la narración de Bermani?
Creo que está allí, pero lo presiento oscuramente. Tengo que buscar algo
concreto, en alguna parte, en alguna zona familiar a Bermani: sería mejor
buscarlo allí donde se halla el origen de todo, allí donde algo se aprende por
primera vez para siempre, eso que está antes del baile o la danza, el inicio de
la pegada, el impulso anterior al trazo.
Leo otra vez la frase: “Los
héroes de mi infancia fueron Diego de la Vega y Bochini”. Ahí está la clave, en
Bochini. Ricardo Enrique Bochini. Podría pensar en Diego de la Vega, podría
pensar en eso que todos recuerdan: el modo preciso en que el Zorro escribía la
zeta con la punta del sable sobre las ropas sin lastimar la piel de su enemigo.
Pero lo de Bochini es todavía más sutil. Recorro videos de los goles de Bochini
para encontrar la clave de Bermani. Me parece justo: Ariel predica su amor por
Independiente a quien quiera escucharlo y ese amor tiene en Bochini su
consagración. Por fin hallo una escena. El clásico de Independiente y Racing,
el 30 de noviembre de 1986, empatado dos a dos. Bochini arranca por la derecha,
pasa la línea central arrastrando rivales y da un pase perfecto. Mientras sus
compañeros, en un baile de paredes, se acercan al campo rival, Bochini ya
estaba allí frente al arco, adonde se había dirigido como flecha directa: aguardaba
simplemente lo que estaba madurando porque ve allí mismo donde los otros no ven,
antes que nadie. Entretanto, Giusti le había dado un pase a Barberón, que corre
en diagonal hacia el área grande, en cuyo semicírculo ya estaba esperando
Ricardo Enrique Bochini. Recibe la pelota, se acomoda veloz y patea desde allí
al arco. Bochini lanza el disparo y la pelota se clava en el ángulo derecho. Es
un gol extraordinario. Pero lo sorprendente ocurre en un instante único, que
revierte el tiempo. La pelota, unos segundos antes de entrar, no se acelera
como suele ocurrir, sino se ralenta. Como si el balón buscara un tiempo
propicio, un instante donde ningún instante transcurre: parece que fuera a
detenerse, que fuera a congelarse en el tiempo para que el suceso tenga lugar,
para que el tiempo no se precipite y, en cambio, se colme de acontecer. Esa
pelota del segundo gol de Bochini tardaba un poco más, tardaba algo más que la vida mortal para alcanzar la meta. Y nadie
sabe dónde está el secreto de esa pegada que había detenido algo del
transcurrir.
Al
año siguiente de ese gol de Bochini, en un poema de Bermani se lee lo que le ocurría.
Está en las páginas 32 y 33 de Tenemos
que hablarlo:
Cuando tenía 19 años
me encontré
cara a cara
por primera vez
con la muerte.
Fue en el año 87.
Yo estaba
enojado
más que triste.
En el momento de despedir
a mi abuelo
porque iban a cerrar el cajón
tiré una silla contra la pared.
Mi viejo me hizo salir
sin retarme.
No preguntó nada,
yo no tenía nada para decir.
Me senté en el cordón
y ahí me quedé
hasta que avisaron
que teníamos que
subir a unos coches
que nos llevarían al cementerio.
Varios años después murieron
mi tío Luis
mi tía Lucy
mi abuela Porota
mi tía Ana
mi abuela Josefa
y también
mi papá.
Nunca volví a tirar sillas.
Tuve un presentimiento.
Algo había ocurrido. Entre el gol de Bochini y la silla arrojada algo había
ocurrido. Ariel Bermani quiso detener el tiempo, quiso que un acto ralentara el
final y espesara cada cosa atesorada para que el barro de la vida no la
ocultara para siempre, como un aluvión. Entonces arrojó la silla contra la
pared. En realidad lo hizo de nuevo, o mejor dicho, dejó de arrojar sillas para
arrojarlas de nuevo en el poema. Aprendió de la pegada de Bochini, que no es su
ídolo de la infancia sino su ídolo a secas: aprendió, como si lo aprendiera de
Chejov, que es posible –si todo es propicio, si la contingencia se vuelve
necesidad, si un golpe es suficientemente exacto– que algo, por un levísimo
instante donde ningún instante transcurre, algo de una historia se ralente, se detenga,
haga equilibrio antes de caer, esté allí como sus personajes, cada uno en el
borde de la cornisa, como decía Vallejo, “parado por la espalda en la línea
mortal del equilibrio”
Porque
todos están muertos o todo estará muerto y todo es del olvido o de esa
nostalgia arrasa. Pero algo resiste, persiste, ínfimo, fugaz, y a la vez situado
exactamente allí. Y Ariel escribe
esto un día, en una página de Procesos
técnicos:
¿Para qué escribir? ¿Para qué publicar? ¿Para qué dar
talleres? ¿Para qué leer? ¿Para qué seguir haciendo editoriales, lecturas,
ferias? ¿Para qué enamorarse? ¿Para qué compartir la vida con amigos? ¿Para qué
criar hijos? ¿Para qué? Creo que mi respuesta a todas esas preguntas es siempre
la misma: porque son las maneras de celebrar lo que tenemos. Y, de paso,
distraer a la muerte, no darle espacio, ni un mínimo espacio.
Eso era, era eso.
Leo Anita una y otra vez y no puedo decir dónde y cuáles son exactamente esos instantes donde de pronto algo acontece. No hay procedimiento que pueda describirlo, no hay teoría posible. Hay un acto, una pegada, una levísima suspensión del tiempo para abolir lo que la muerte clausura cuando nos iguala. Está en algunas de las frases, no sé exactamente en cuál. Puede ser en esta: “Seguí escribiendo, pibe”. O en esta: “Señorita, dijo ella”. O en esta: “En esa época todavía no había empezado a engordar, pero comía parada, a oscuras, a la noche”. O en esta: “Pocas veces la vi contenta”. O en esta: “Ahora que me acuerdo de ella me cuesta diferenciar su cara de la cara del cuadro”. No lo sé. Pero al menos he llegado al lugar del diamante. En los libros de Ariel Bermani está en ese lugar donde se celebra lo que se tiene y donde se hace incluso lo que no se hizo; donde tiene sentido toda la vida en la línea mortal del equilibrio, antes de la caída; allí donde la muerte no tiene todavía el más mínimo espacio, donde la muerte se ralenta, se demora, y enciende un instante único que leemos fugazmente y brilla, brilla de pronto, brilla para siempre; en ese lugar donde es posible arrojar la silla de nuevo, arrojar la silla, furiosa o alegremente, contra la pared.
Fotografías: Bruno Szister