Por, Alejandra Zina
Sobre Bengalas
Soy
una lectora compulsiva de cuentos, me gusta agarrar un libro y leer uno por día
hasta terminarlo, metódicamente, como una dieta o un rezo. Tengo un lugar que
es la cocina de mi casa, ahí estoy sola, y mientras desayuno leo. Mi día desde
hace varios años arranca así. Nunca lo reflexioné pero debe ser que la lectura
amortigua un poco la vigilia, como un despertar en etapas. Leyendo sigo en un
estado de suspensión, de realidad paralela, mientras todo alrededor hace ruido,
se mueve y produce para subsistir.
Ese
estado de suspensión potenciaba todavía más los climas que me fui encontrando
en el libro de Enrique. Mientras leía los cuentos de Bengalas, me acordé de
algunas cosas. Leer siempre es acordarse de algo.
na
de las primeras veces que visité Casanova, íbamos en la vieja camioneta de mi
suegro que nos había pasado a buscar por la estación de Morón, y en una esquina
apareció uno de la Bonaerense haciendo dedo. Mi suegro frenó, le preguntó para
dónde iba y lo levantó. Es Navidad, dijo él para excusarse, pero igual generó
una tensión familiar sobre hacer o no hacer esa clase de cosas. Que es una
tensión más profunda en relación al poder y a lo que significa la policía en
esos barrios. Con un episodio similar empieza “Vía Láctea”, un cuento bellísimo
que para mí es el clímax del libro. Pero Enrique esquiva lo siniestro y apuesta
al relato de aventura.
Un
padre viajante de comercio decide llevar a su hijo adolescente a uno de sus
viajes de trabajo. Yendo para San Luis los para la caminera y el mismo policía
que los aborda, les pide “la gauchada” de que lo acerquen hasta Mercedes. El
padre desvía su ruta y en ese desvío empieza la aventura, que es un viaje de
iniciación y de despedida.
Otros
cuentos del libro me hicieron acordar a los relatos más oníricos de Mario
Levrero, donde todo puede suceder, donde los paisajes cotidianos dejan de
serlo, donde las personas conocidas se vuelven perfectos desconocidos, como
ocurre en “Reencuentro”.
Enrique
trabaja sobre la premisa de lo literal. El cuento que acabo de mencionar hace
literal una expresión muy común que usamos cuando volvemos a ver alguien
después de mucho tiempo: estás tan cambiado que parecés otro. Y parece otro. Y
es otro. No hay metáfora ni símbolo ni alegoría, sino otra realidad.
En
este país paralelo un hombre se achica hasta desaparecer (como en la famosa
historia de Richard Matheson, El increíble hombre menguante); todos los
funcionarios renuncian en masa sin dar ninguna explicación; un jinete
enmascarado cruza a caballo la plaza del pueblo; una sociedad de linyeras
mutantes vive en los pasillos y andenes del subte.
Casi
todas las historias del libro se alimentan, voluntaria o involuntariamente, de
esa fuente maravillosa que es el fantástico rioplatense, agregándole algunos
trazos de humor o de absurdo. Sin tapar la voz de Enrique se escucha
Fontanarrosa, Laiseca, Felisberto, Maslíah, como un coro de maestros
irreverentes.
Es
inevitable. Apenas nos metemos adentro del agua, adentro de la escritura,
aparecen esas algas que son las influencias que se enredan en el pie sin que
las busquemos.
A
esta tradición de narrativa dislocada se suman los cuentos de Bengalas. Me
gusta lo que dice el narrador de “Un destello de oro blanco”: Abajo del agua el
mundo es otro. Me gusta porque ese es el hueso del cuento fantástico. Lo
extraordinario que irrumpe, luego desaparece, y deja una sensación de
nostalgia.