por, Macarena Moraña
Foto: Daniel Peluffo |
Nunca entendí esas máquinas,
ni el juego ni la gracia ni el objetivo. Tampoco sé por qué Enrique decidió
titular así su novela. Pero esto es solo el principio de mi larga lista, pues en
tantos años de vida, ya he sumado incomprensiones de diversas formas y tamaños.
Un buen ejemplo tiene que ver con mi papá a quien dejé de ver a mis diecinueve
años. Desde entonces observo con fascinación los vínculos entre padre e hijo,
en los bares, en los colectivos, en la gente que a mi alrededor tiene padres a
los que abrazar, con los que pelear, o a los que recordar desde la fascinación,
la nostalgia o la tristeza. Esa curiosidad, por supuesto, también salpica mis
deseos como lectora haciendo que el género llamado “novela del padre” sea para
mí una tentación, huecos en los que me meto a curiosear lo que no conozco, lo
que no tuve, lo que no me tocó.
No lo volvería a hacer pero estuve
muchos días zambullida en La muerte del
padre, de Karl Ove Knausgard. Leí y aun leo (y seguro leeré) La invención de la soledad, de Paul Auster,
Mi libro enterrado, de Mauro Libertella,
La ley de la ferocidad, de Pablo
Ramos, Situación de peligro y El buen dolor, del maestro Saccomano.
Todavía me debo Patrimonio, de Phillip Roth y espero con ansiedad que re-editen la
impecable Salvatierra, de Pedro
Mairal. Insisto en mis talleres con la lectura del cuento “Nadar de noche”, de
Juan Forn, la novela Formas de volver a
casa, de Alejandro Zambra e incluyo Carta
al padre, de Franz Kafka con la misma vehemencia que recomiendo las cartas
que escribió Vera Fogwill para Radar tras la muerte de su padre.
Cuando apenas leí el cuento “Vía
láctea” del libro Bengalas, supe que
iba a ser un eslabón más de esta lista, y uno fundamental, con la yapa de lo
fantástico y lo misterioso. Enseguida quise invitar a Enrique al taller que
coordino para que nos contase sobre el proceso de construcción del libro. Se vino
desde Calzada hasta Martínez porque, al igual que el personaje protagónico de Flipper, él también es gustoso de atravesar
largas distancias, aunque ahora ya no traiga un discman adherido a los oídos. Fue
una noche de martes en la que nos regaló
libros, nos leyó con su voz inmejorable, y nos dejó a todas –éramos solo mujeres-
además de embelesadas, llenas de ganas de conseguir un metrónomo para ponernos
a escribir.
Me ocurrió que, y no solo con el
cuento “Vía láctea” sino con varios de los cuentos de Bengalas, sentí una especie de nostalgia de novela, de
estiramiento, de llevar algunas de esas historias entre padres e hijos a un
lugar más confortable. Y al tiempo llegó Flipper,
con otro padre y otro hijo, pero con la potencia y la belleza que ya contenían
aquellos cuentos de vínculos entre varones.
Flipper es una novela breve que
emana simpleza, honestidad y mucho barrio. Barrio, en este caso, como
calificativo, porque en Flipper hay calle
y experiencia en una medida justa, sin cancherismo, sin poses. El personaje de Decarli
es humilde, falible y hasta torpe por momentos. Tiene sexo, juega al fútbol, disfruta
de sus vicios y sus gomías, pero aun así no es canchero. Es un tipo sensible, impregnado
de dolor y silencio. Encontrar silencio en un libro es magia. Un buen ejemplo
es la escena en la que el protagonista se olvida las llaves de su casa y se ve
obligado a esperar una noche entera junto a su amigo, los dos sentados en la
vereda, a que llegue el día. También hay silencio dentro del auto, durante los
viajes que comparte con el padre. Enrique logra que esos silencios se escuchen,
que sean palpables.
La lectura de Flipper invita a reflexionar sobre los propios recuerdos. Cuando
Enrique me pidió que la presentara yo no sabía de qué se trataba. Cuando me encontré
con un padre, un hijo, y una reconstrucción de la memoria a partir de la muerte,
volví a preguntarme por vez numero mil millón si las historias llegan a uno por
lo que a uno le pasa o a uno le pasa, finalmente, lo que cuentan las historias.
El padre hosco y de pocas palabras
que, al igual que los reyes magos, “hace lo que puede”, criado en la cultura
del trabajo y sobreviviente de un terremoto, hacia el final llega a quejarse de
un dolor físico que ya no puede sentir, pues le han quitado la extremidad desde
la que jura que proviene el dolor. El poder narrativo que se alcanza allí, al
igual que la dolencia, radica en el vacío, en lo que ya no está ni estará. Habla
del dolor imposible, ese que no puede ubicarse en ningún lugar tangible, el
dolor de la ausencia. Eso es lo que describe Enrique Decarli en Flipper, una historia con olor a
cigarrillo y música del Polaco como gusto heredado y compartido, como algo que
se pasa entre un padre y un hijo, esos dos imperfectos desconocidos de toda la
vida y también, de toda la muerte.
Foto: Daniel Peluffo |