Por Ana V. Catania
El día que conocí a Enrique Decarli tuve el atrevimiento de decirle que no era amiga de lo breve. Estábamos reunidos en el departamento de Ariel Bermani, al sur de la ciudad, en el marco de su taller de lectura donde, ese martes, íbamos a comentar en grupo el libro de cuentos Bengalas. Esa vez contábamos con la presencia del autor. In situ. Enrique estaría presente en nuestro debate sobre el libro. Conversaríamos con él; intercambiaríamos opiniones, ideas, miradas sobre la misma materia. Lo llenaríamos de preguntas, entre mates, tés, y galletitas.
Minutos después de decir eso, agregué: y sin embargo, estos cuentos no podrían tener otra extensión. Cité, entonces, a Felisberto Hernández: el clima, la música, el manejo de los espacios, el extrañamiento, las pequeñas explosiones de sus cuentos, los destellos de esperanza en personajes que parecen desesperanzados. Fue a continuación de que una compañera del grupo propusiera encender una luz. “Nadie encendía las lámparas”, escuché recitar a Enrique; en su voz baja había un tono de admiración y homenaje. Y me alegré con esta fantástica sincronicidad. Porque en los cuentos de Bengalas yo oí a Felisberto Hernández.
Traté de explicar, quizás torpemente, por qué no soy amiga de lo breve: me siento más cómoda (como lectora y escritora) en la progresión, en la lentitud, en la posibilidad de dar tiempo a que el lector se acomode, a que genere empatía con los personajes; juego el juego de aplazar la acción. Y, a pesar de esto, envidio enormemente la capacidad de economía, la precisión, la dosis calculada de poesía, la maestría que tienen las plumas breves. Intentaré traspolarlo al cine; pienso, ahora, en un cortometraje sublime: Le Ballon Rouge (Albert Lamorisse, 1956). En este film, el espectador es lanzado, sin preliminares, a la historia: la de un niño con un gran globo rojo que viene a imponerse; que desajusta la rutina de un barrio de París, los vínculos entre los niños, y entre éstos y los adultos. La rareza, lo que incomoda, hipnotiza o fascina, ya está dada. Lo fantástico se naturaliza y se acomoda al paisaje; no se insinúa ni dialoga con la narración: está arrojado desde el vamos.
Con los cuentos de Bengalas sucede lo mismo. Los personajes se encuentran arrojados a situaciones que podrían resultarles ajenas, extrañas. Por momentos, absurdas. Y sin embargo, no las cuestionan; se sumergen en ese universo que, sin saberlo aún, los modificará de una manera u otra. Por supuesto esto queda por fuera del relato; y es así como debe ser. No se ahonda en el misterio, no se explica o se responde. Simplemente se lo muestra, se lo abre, en su dimensión vaporosa, sutil e inmediata. El abogado del primer cuento, “Los Despojados”, descubre un mundo subterráneo, oculto a la vista de todo el mundo, en una estación de subte de la línea C; una dimensión que lo obliga, por ¿segundos? ¿minutos? ¿horas? ¿una vida entera?, a mirar la realidad con otros ojos: “Entonces me pidió que volviera a mirar. Que por favor mirara bien. Que por un segundo me olvidara del mundo de arriba”.
Sanlugón, en el relato homónimo, renuncia a su trabajo de oficina, su trabajo de toda la vida, porque padece una enfermedad hereditaria que lo encoge silenciosa y progresivamente; su colega interlocutor no se asombra, no emite juicio ni entra en pánico. Es cómplice de este pequeño y ridículo drama: “Tuvo la delicadeza de dejar el trabajo de día. El sentido del humor de firmar una renuncia. Me dio un abrazo. Abrió la puerta y salió. Me demoré un minuto y salí tras él. No estaba. Fantaseé con la idea de que en el tramo hasta el ascensor había terminado de encogerse”.
En “Algo más importante que instantes o tropiezos” (y ya hay una historia condensada en este título, que proviene de una cita de Angélica Gorodischer), el narrador acompaña la historia de su mejor amigo de la infancia y la adolescencia, el Rafa. Y justo ahora, pasados los treinta, tiene un destello, un asomo de verdad, una epifanía, sobre quién es, verdaderamente, su amigo: ese que “no aprendió a vivir”, que “no se amolda”. Lo deberá buscar siempre en los márgenes, en el terreno baldío a la vuelta de su casa, colonizado por cañas y hormigas, donde él, el narrador, es un extranjero; lo encontrará, acaso, en la frontera con ese otro mundo: “Pero yo sé que un día voy a ir a buscarlo a la casa y el sueño va a ser real. La madre se asoma por la ventana. A la vuelta, dice, a la vuelta. La voz del Rafa llega desde el fondo del cañaveral. Como en trance, llega, por lo lenta. Y como poseída, por lo grave”.
Los objetos, en otros relatos, se develan extraños; parecen humanizarse y cobrar un efecto distinto, más allá de la mera función. Un efecto de tensión. En “Cuatro tapas y manijas amarillas”, un plomero le hace preguntas al bombeador; las partes de su cuerpo se pierden en la caja y parecen convertirse en herramientas; las llaves térmicas hablan, y es probable que la cerradura de la puerta conspire contra el dueño de casa. En otros cuentos, son las personas las que se extrañan ante la mirada del otro, como un murmullo que amenaza con convertirse en grito: Maxi, un amigo al que Rolfi no ve hace un año y con quien se reencuentra en un bar de Paraguay y Scalabrini Ortiz, en “Reencuentro”, ¿es realmente Maxi?; una mujer que nada en el andarivel vecino al del narrador, en “ Un destello de oro blanco”, ¿qué tipo de mujer es?: “Podía ser ese prodigio de nadar a la velocidad de la luz – porque ese destello de oro blanco, qué había sido-: trescientos mil kilómetros por segundo sin manoplas ni patas de rana, ¿podía, de alguna manera razonable, ser así? Lo que acababa de ver. Que creía haber visto porque abajo del agua el mundo es otro, ¿podía ser? Esa cola de pescado que se unía a la malla entera azul que había visto pasar como un relámpago”.
Es así como nos impactan los doce cuentos que conforman Bengalas: como un relámpago. Y en ese microsegundo en que la realidad parece a punto de descomponerse, no sabemos si esto va a suceder en realidad o vamos a seguir esperando. Nos quedamos, entonces, en vilo; en el secreto. Tal vez sea éste el hilo conductor que atraviesa el libro entero: las diferentes formas del secreto, lo que se oculta, lo que se mantiene flotando a un costado. Por ejemplo, el contenido del bolso del padre, viajante de comercio, en “Vía Láctea” (mi cuento preferido, ¿tendrá que ver la extensión?: un cuento de iniciación narrado por la voz de ese hijo que revive un viaje a Mercedes, como un modo de reconstruir el pasado y, así, construir la imagen de Padre); decía, ese bolso es un elemento misterioso, que nos incomoda, que guarda un secreto de años, un secreto que orbita alrededor de la historia familiar: “Agachado al lado del bolso volvieron mil preguntas. Y en realidad, no. La misma pregunta. La única. Formulada mil veces mil veces sin respuesta. Qué llevaría adentro para que pesara tanto. A medida que fui abriendo el cierre, fue abriéndose, despacio, el recuerdo del último viaje”. Nuevamente los objetos que se abren, siempre al borde del estallido: como las bengalas del último cuento, las bengalas en un ambiente cerrado, en manos de una nena cuyo padre, un padre cansado o resignado o a punto de liberarse, sabe peligrosas. Y que, a pesar de esto, no actúa, no dice nada, no se mueve.
Después de reseñar Bengalas, el cuarto libro de cuentos de Enrique Decarli; después de haberme atrevido a disecar lo poderosamente breve, me siento una criminal. Porque ahora es cuando me pregunto: ¿de qué sirve dar cuenta de esos mecanismos invisibles, sutiles, que a modo de engranaje sostienen una trama impregnada de elipsis, silencios; atravesada por el misterio y la extrañeza? Quizás deba quedarme al borde de esos doce estallidos; parada en el intersticio entre dos ¿o más? dimensiones. Muda. En vilo. Mientras tanto, “afuera crecen los estruendos”.
Bengalas (2014)
Autor: Enrique Decarli
Editorial: Paisanita Editora
Género: cuentos