lunes, 25 de junio de 2018

La Nación - Daniel Gigena sobre "Una película vuelve a casa" de Hernán Lucas

Gracias Daniel Gigena por la nota para La Nación, que también pueden leer en el siguiente link:
https://www.lanacion.com.ar/2145216-una-pelicula-dentro-de-una-novela

Una película dentro de una novela

Hace ya treinta y seis años que se estrenó Últimos días de la víctima, la película con la que Adolfo Aristarain lograba burlar la censura de la dictadura militar con una trama que denunciaba algunos de los procedimientos siniestros de la dictadura. Basada en la novela de José Pablo Feinmann, la película se convirtió en un paradigma de la elipsis y la metáfora, dos recursos que otros grandes artistas de la época (Daniel Moyano, Sara Gallardo y Charly García) habían utilizado para crear. En el film de Aristarain, un parco personaje interpretado por Federico Luppi persigue a Rodolfo Külpe, que encarnaba Arturo Maly. El objetivo final era evidente desde el comienzo: asesinar a Külpe y hacer pasar el crimen como uno más de los cometidos por los grupos parapoliciales. Entre paréntesis, todos habíamos quedados obsesionados, como le pasaba al personaje de Luppi, con la performance de Soledad Silveyra.
A fines de 2017, Hernán Lucas publicó su primera novela, basada en parte en una experiencia personal. En Una película vuelve a casa (Paisanita), el protagonista descubre que el edifico porteño al que se acaba de mudar había sido una de las locaciones de Últimos días de la víctima. Las dos torres están situadas en el barrio de Almagro, al costado de las vías del ferrocarril Sarmiento. De manera lenta e insidiosa, la convivencia entre vecinos, las actividades más anodinas y los encuentros casuales se cargan del clima de suspicacia y riesgo que dominaba esa obra de Aristarain. Tanto el edificio como la película son contemporáneos: el film se estrenó en 1982 y las torres se inauguraron un año antes. Ambos habían compartido un mismo tiempo de producción en épocas oscuras y tal vez en los dos, en el edificio y en la película, se cifraron prácticas de un período que quedó atrás para siempre.
Como el personaje de su novela, el autor vive en el edificio. Pero Lucas no se acaba de mudar: está allí desde hace dieciocho años. Algunas de las escenas de la película transcurren en un departamento de dos ambientes como el suyo; escenas en las que el asesino a sueldo entra de manera subrepticia para espiar y conocer mejor a la víctima. En la novela, sin embargo, la suspicacia cede paso a una épica humorística. El protagonista, cuando descubre que la película se filmó en el edificio, quiere organizar una función de homenaje y proyectar el film en la medianera de una de las torres. Invita a la función a los vecinos del consorcio y al mismo Aristarain, a Luppi y el resto del elenco. "Apenas los del FNA me confirmaron que Aristarain y Soledad Silveyra vendrían al homenaje, empecé a redactar un aviso para pegar en las carteleras de las torres. Federico Luppi, en cambio, no iba a poder venir porque para esa fecha estaría de viaje; y por desgracia Arturo Maly, como China Zorrilla y Julio De Grazia, ya se encontraban, como dicen los actores, de gira". Ese tono de homenaje irónico y a la vez genuino da vida a la historia.
Después de que se publicó el libro, al autor lo esperaba un curioso epílogo en forma de experiencia. Cuando decidió poner en venta el departamento para mudarse a otro más grande, el primero en contactarse por Internet fue un tal "Chuck Porris". Desconfiado, Lucas le preguntó si podía conocer su verdadera identidad para avanzar en la transacción. Resultó ser que Chuck era Bruno Aristarain, hijo del director de cine, que no tenía idea de que en ese lugar su padre hubiera filmado una película y mucho menos que se hubiera escrito un libro sobre el asunto.
El día del encuentro para visitar el departamento, los Aristarain se hicieron presentes. Tanto el director de cine como el escritor se sintieron un poco abrumados por el modo en que la realidad completaba sus ficciones. Como ocurre con Últimos días de la víctima, con Una película vuelve a casa y con tantas otras narraciones, el modo de contar una historia define, aunque sea de manera alusiva, el sentido real de lo que se quiere contar.

Nexo Artes y Cultura - RARA FELICIDAD (sobre Fotocopia, de Facu Soto)

Gracias Claudio Dobal por la hermosa reseña para Nexo Artes y Cultura, que también pueden leer completa en el siguiente link: http://www.nexoartesyculturas.com/?p=595


Me di cuenta que estaba haciendo con mi hija lo mismo que mi papá había hecho conmigo, como una fotocopia.
Facu Soto, Fotocopia, 2017


Una fotocopia nunca es perfecta. Nunca es igual. Hay algo de la reproductibilidad técnica que nos hace caer en esa creencia, pero uno sabe que algo siempre es diferente. No digo de peor calidad, ni nada por el estilo. No, no es eso: digo diferente. Siempre hay un cambio de tono, de fuerza en la imagen, en las letras fotocopiadas que no responden del todo al original. Una fotocopia es un igual que no lo es.
Pero siempre hay una razón para la fotocopia. Uno puede hacer una fotocopia porque no quiere, o no puede, volver a copiar algo de manera manual; puede hacerla porque no quiere o no puede comprar el texto o la imagen original; puede hacerla también porque uno necesita intervenir sobre lo copiado, sin marcar el original de manera definitiva; y puede, por qué no, querer una fotocopia porque desea guardar el registro de algo. Y ahí el valor de la fotocopia, de esa fotocopia, es un poco diferente, porque no está asociada a la necesidad.
La tercer novela de Facu Soto, editada por Paisanita Editora, parte de esta analogía. Se presenta a sí misma, y al relato de monólogos múltiples que narra, desde esta construcción: los personajes son fotocopias de otros anteriores, y a su vez, ellos son también fotocopiados por alguien que los continúa, que viene luego. No obstante, y aunque dejando pistas de las mismas, el texto no se detiene en las similitudes, sino que profundiza, marca, hace foco en las diferencias. En lo que hace a cada yo un ser raro para otro. Como dice Lucy en un momento: “Mi papá no es como todos y eso no me gusta”, dice, “mi papá es raro”, termina.
Porque también de eso se trata la cuestión. La novela de Soto se construye a sí misma como una serie de capítulos (¿partes, escenas, monólogos?) cortos que se suceden generalmente en un orden cronológico y alternando entre la voz de un padre gay en busca de pareja y la voz de Lucy su hija que comienza siendo niña y termina siendo una preadolecente. Cada uno con su cronolecto, cada uno con sus intereses y sus palabras, cada uno con su sintaxis y su punto de vista, cada uno con sus dificultades de comunicación, van hablando, también generalmente, del otro. De su contraparte. De ese ser que por momentos resulta un extraño, un raro, al que no se entiende, al que no se acepta como es (al menos no del todo), al que una quiere lejos, no quiere ver más, pero a la que el otro quiere formando parte y construyendo su mundo privado y también su universo público. Esa otra, que cambió (como antes lo hizo él) y de la cual solo quedan ciertos recuerdos de felicidad que, para que no se olviden, para que no se escapen, se registraron en fotos.
Y de esa forma, la novela consigue que el lector, aun con sus confusiones, aun en esos parágrafos que no queda bien delimitado desde el comienzo a quién pertenecen, va identificando a cada uno de los protagonistas del texto no tanto desde la propia voz, sino desde las descripciones del otro. Desde la forma que el otro lo retrata (aunque al final esta práctica también tenga una vuelta de tuerca).
Una identificación, un retrato, que también puede pensarme más allá de un mero reconocimiento narrativo, y que busca dar cuenta de ciertas similitudes con las prácticas cotidianas de cualquiera que sea padre. O cualquiera que sea hijo. Y en esto, entonces, también el texto es una fotocopia. Y ahora el que se siente fotocopiado es el propio lector.

Una película vuelve a casa, de Hernán Lucas, por Lila Feldman



Lila Feldman es psicoanalista y ensayista. La lectura de Una película vuelve a casa, de Hernán Lucas, le inspiró unas líneas que gentilmente nos hizo llegar:
 
En Una película vuelve a casa, la novela de Hernán Lucas (Paisanita Editora, 2017), encuentro un relato acerca de la curiosidad. De la curiosidad que deja de ser vivencia íntima, y muta a experiencia colectiva. Curiosidad investigadora que no busca hallar “pruebas” sino construir razones, causas, ficciones. No se trata de perseguir pruebas que demuestren, sino en todo caso huellas para trazar un camino, realizar un deseo.
Si es una investigación, no apunta a demostrar sino a realizar. Sería como una investigación en el espacio, y en el tiempo. En mí, resonó más lo primero:
¿Cómo habitamos el espacio? (La cuestión del espacio en esta historia es crucial, el espacio importa).
¿Cómo habitamos lo común, y dejamos de ser anónimos?
¿Cómo las zonas mortiferamente tediosas que predominan en las reuniones de consorcio, se tornan espacio de juego y vecindad, de proximidad con quiénes no nos resultan en principio cercanos ni próximos?
Es también una historia de intercambios. Intercambios que apuntan a construir sentido. Pero lo que más me atrapó en la novela es la insistencia del “ver sin ser visto”.
Hernán Lucas escribe, e inscribe el hacerse ver, mostrando cómo él ve, cuando aún no es visto. Un hacerse ver, mirando.
La pared será superficie de apoyo para una película y el escritor, que en esta novela nace con un puntito azul, una luz que lo mira-toca desde afuera, y lo lanza a embarcarse en una idea, deseo, o “locura”, encuentra primero en los otros, luego en la hoja, su superficie de apoyo. Y ahí se apoya su mirada. Y así como nos invita a mirar, los invito a leerla.

Gracias Lila Feldman !

Presentación de “Mapamundi” de Lila Gianelloni, por Alicia Landaburu



El jueves 19 de abril Liliana Heker presentó Mapamundi, el primer libro de cuentos de Lila Gianelloni. Fue entrar a La Casa del Árbol y verlos: sutiles y bellos, los ejemplares editados por Paisanita Editora bajo el cuidado de Gabi Luzzi nos esperaban sobre la mesa.
Como pasa con cualquier lugar al que una entra, no se entra vacía. Yo entré con una alegría inmensa y también con algunas preguntas así que, si me dejan, voy a empezar por el final, por la última pregunta que desde el público me animé a hacerle a Lila.
-¿Por qué escribir?
En la sala se escucharon algunas risas nerviosas. Y luego ella dijo:
-Porque no lo puedo evitar.
En ese momento todos escuchamos algo que probablemente ya sabíamos, escribamos o no, porque todos leemos. Todos, sin excepción. Todos, aunque no hayamos aprendido a descifrar un alfabeto y sus relaciones. Y todos, en algún momento, nos preguntamos por qué escribir en sentido amplio: por qué dibujar, por qué sacar una foto, por qué guardar un boleto o correr a la guitarra a probar esa melodía que te asaltó en el colectivo. Eso también es inscripción. Escritura.
Tal vez tengamos distintas razones para no poder evitarlo. Sin embargo, después de esta presentación, más allá de la respuesta que nos demos, algo en la mía se había engrosado.
Pero, ¿con qué se engrosaba? ¿Acaso la escritora nos había dado un dato? No.
¿Nos había dado una clave de por qué no puede evitar escribir? No del todo. Su respuesta fue apenas un indicio. Desde el escenario, junto a un ramo de lisianthus y un globo terráqueo, mientras su voz todavía flotaba en la sala la autora nos miró un instante en el que todos hicimos silencio. Fue justo antes de que rompiéramos en un aplauso atronador, dando fin a la presentación.
Aplaudí y me entregué, el aplauso es un abrazo que te desborda el cuerpo y se envía a quien en ese momento nos lo provocó a la distancia. Pero que quede claro que no me quedé conforme con la respuesta. Tal vez por eso escribo esta crónica. Sabía que recurrir a la lectura de su libro era imprescindible en mi búsqueda. Sin dudas, hay que leerlo. Léanlo.
Pero sé también que más allá del libro, hubo algo más, en el aire, por debajo del suelo, por encima de nuestras cabezas; algo que en ese momento no pude asir, algo cifrado en su respuesta, hacer lo inevitable, que me empuja a querer contar lo que pasó esa noche y así, tal vez, agarrar lo que sé que pasó pero que se me escurre.
Por ahí acuerden conmigo en que escribimos -inscribimos en el mundo- para construir sentido. Para intentar explicar lo inexplicable. Pero eso tampoco responde de lleno mi pregunta. ¿Por qué hacerlo?
Repasemos los hechos. Desde el comienzo de su presentación, Liliana Heker nos advirtió (y todos abrimos los ojos y escuchamos con atención, que es lo que se hace cuando Liliana Heker comparte con vos la clave de algo) cuando dijo: no crean que Mapamundi es un libro fácil por estar contado desde el punto de vista de una nena. Hasta donde pudo, Heker nos habló de esa nena a la que le pasó algo terrible, y que vive con sus abuelos en un pueblo en el campo. Aseguró que el conocimiento de lo que es un ser humano, tenga seis u ochenta años, es lo que hace a un escritor. Al leer el epígrafe, nos dio una nueva clave: esto es lo que, de alguna manera oculta, va sucediendo en el libro. El epígrafe decía: “No entres dócil en esa buena noche. Enfurécete, enfurécete contra la muerte de la luz”.
Acordé enseguida con ella porque ¿qué de fácil tiene la infancia? Y es cierto, esa nena tiene furia y resiste. Resiste más que nada, sin dejar que nada lastime su asombro. Y, sí, hay que ser muy valiente para meterse en ese doble fondo que es la infancia desde la vida adulta. Y muy sabio. Y Lila es todo eso.
En la entrevista que se le hizo más tarde, Lila explicaría que cuando se le presentó el primer cuento, había necesitado de un personaje que estuviera bajito. Una nena, en el asiento de atrás de un coche. Y que cuando se dispuso a escribir el siguiente cuento, el personaje de la nena volvió a aparecer, allí, mirando todo desde su estatura, obligándola a seguirla hasta que ya no le dijo más nada y que ahí fue cuando se dio cuenta de que tenía que parar.
Releo algo que hace mucho tiempo dijo Graciela Montes: “Tal vez no escribamos para comunicar sino para recordar, para mantener vivo lo que podría disolverse en la nada” (¿a ustedes les pasa lo mismo? ¿La vieron? Yo le vi el rabo a la respuesta que busco justo antes de que doblara la esquina. No sé qué forma tiene, pero sé que existe. Corro tras ella). Entonces lo que tuvimos y que ya no tenemos puede volver por virtud de la palabra: una hilera de chingolos en el poste. El canto de las chicharras en verano.
Con una fe inmedible en la relación de las palabras con las cosas, nos ponemos a escuchar y a seguir un personaje para volver a tener lo que tuvimos. Y entonces escribimos. Pero también debe haber algo que esté adelante, en el futuro. Lila se sienta a escribir porque hay un momento, nos lo dijo esa noche, que es como un resplandor, algo que se presenta completo, que ella intenta agarrar y, aunque a veces no quede nada, siempre está la esperanza de poder hacerlo. Que ella se sienta a escribir con la fe de agarrar ese resplandor.
Hay algo con perseguir lo inasible. Pero esa noche, como dije, pasó algo más. Esa noche, con el libro entre sus manos, Lila nos leyó uno de sus cuentos y sus palabras dieron inicio a la avanzada de su cuerpo, aún ligadas al timbre de su voz y la cadencia de sus silencios, y nos tocaron de manera tan concreta como es el contacto de una onda sonora con un tímpano. Las palabras emigraron de Lila hacia nosotros, donde comenzaron a reescribirse. Porque deleitarse con los universos que otros construyeron, y hacerles lugar en nuestro propio universo, es eso.
Poco antes de terminar su presentación, Heker nos había dicho: este libro hay que leerlo con la devoción con la que se lee un gran poema.
¿Tengo que explicar que tomo nota de todo lo que Heker dice porque ahí siempre hay algo que me va a llevar de vuelta a mi camino? Bueno, creo que no, pero en este caso, con el Mapamundi de Lila de por medio, estrujo las notas hasta sacarles la última gota porque yo no quiero terminar esto sin saber si existe una respuesta a la pregunta del comienzo.
Parece que Jacques Derrida dijo: “No hay poema sin accidente, no hay poema que no se abra como una herida, pero también que no sea hiriente”. Busco ejemplos, marcas de esa devoción: ¿cómo leo un gran poema? ¿Qué le pasa a mi cuerpo al leerlo?
En mí, esa devoción es algo muy parecido a la fe. Fe que empieza a crecer a medida que una evocación rodea un lugar interior que yo no sabía que tenía y que -parece contradictorio pero de verdad no lo es-, se eleva a medida que lo que estoy leyendo me derrumba.
Entonces no hay poesía sin herida. No la hay sin la herida de quien escribe. No la hay sin la herida de quien la lee. Acá está, digo, acá está ese algo más que ando persiguiendo. Esa noche empezó la historia de las dos orillas de esa herida: la de Lila y la de quienes la leamos.
Y ahora, que recuerdo su voz, sus ojos brillantes, el calor, el silencio, el peso del libro en mis manos húmedas, los aplausos, veo que gran parte de eso que persigo, eso inasible que ocurrió esa noche, estaba implicado en el cuerpo. No sólo en nuestros cuerpos atravesados de sensaciones, de pasado, de anhelos, sino también en la marca concreta de esa herida que busca inscribirse en el mundo: el libro. Acaso, su cicatriz.
Si de algo da cuenta ese cuerpo que es un libro, es de la fe. Si no, cómo se explica la larguísima historia de los libros si no es por la fe en el poder corporal de lo escrito: los acariciamos, los apoyamos sobre el pecho, los tratamos con cuidado, los anotamos. Los que no pueden soportarlos, los queman.
Y allí estaba Mapamundi sobre la mesa, también por gracia de la fe de su editora, que convirtió en un cuerpo nuevo las palabras con que Lila no puede evitar buscar explicar lo inexplicable. Y que, acompañando aquella avanzada, lo puso en contacto con nosotros y con el mundo.
Lila lo dijo tan claro desde el comienzo: se sienta a escribir con fe de poder agarrar un resplandor.
¿Son los libros, como la escritura, también un acto de fe? ¿Leer con devoción no es tener fe en que vamos a descubrir lugares que no sabíamos que teníamos, es decir, en que agarraremos un resplandor?
Liliana afirmó que no le cree al escritor que dice ser pesimista: “en realidad, la creación artística es un acto de fe”.
Qué será la fe, dirán. Seguro es algo que tiene que ver con derrotar a la muerte y al tiempo. Algo que en este mundo, en este tiempo no se puede evitar tener. Mapamundi entre mis manos es muestra de ello.
Ali Lan
“Mapamundi” de Lila Gianelloni, Paisanita Editora, 2018.