lunes, 25 de junio de 2018

Presentación de “Mapamundi” de Lila Gianelloni, por Alicia Landaburu



El jueves 19 de abril Liliana Heker presentó Mapamundi, el primer libro de cuentos de Lila Gianelloni. Fue entrar a La Casa del Árbol y verlos: sutiles y bellos, los ejemplares editados por Paisanita Editora bajo el cuidado de Gabi Luzzi nos esperaban sobre la mesa.
Como pasa con cualquier lugar al que una entra, no se entra vacía. Yo entré con una alegría inmensa y también con algunas preguntas así que, si me dejan, voy a empezar por el final, por la última pregunta que desde el público me animé a hacerle a Lila.
-¿Por qué escribir?
En la sala se escucharon algunas risas nerviosas. Y luego ella dijo:
-Porque no lo puedo evitar.
En ese momento todos escuchamos algo que probablemente ya sabíamos, escribamos o no, porque todos leemos. Todos, sin excepción. Todos, aunque no hayamos aprendido a descifrar un alfabeto y sus relaciones. Y todos, en algún momento, nos preguntamos por qué escribir en sentido amplio: por qué dibujar, por qué sacar una foto, por qué guardar un boleto o correr a la guitarra a probar esa melodía que te asaltó en el colectivo. Eso también es inscripción. Escritura.
Tal vez tengamos distintas razones para no poder evitarlo. Sin embargo, después de esta presentación, más allá de la respuesta que nos demos, algo en la mía se había engrosado.
Pero, ¿con qué se engrosaba? ¿Acaso la escritora nos había dado un dato? No.
¿Nos había dado una clave de por qué no puede evitar escribir? No del todo. Su respuesta fue apenas un indicio. Desde el escenario, junto a un ramo de lisianthus y un globo terráqueo, mientras su voz todavía flotaba en la sala la autora nos miró un instante en el que todos hicimos silencio. Fue justo antes de que rompiéramos en un aplauso atronador, dando fin a la presentación.
Aplaudí y me entregué, el aplauso es un abrazo que te desborda el cuerpo y se envía a quien en ese momento nos lo provocó a la distancia. Pero que quede claro que no me quedé conforme con la respuesta. Tal vez por eso escribo esta crónica. Sabía que recurrir a la lectura de su libro era imprescindible en mi búsqueda. Sin dudas, hay que leerlo. Léanlo.
Pero sé también que más allá del libro, hubo algo más, en el aire, por debajo del suelo, por encima de nuestras cabezas; algo que en ese momento no pude asir, algo cifrado en su respuesta, hacer lo inevitable, que me empuja a querer contar lo que pasó esa noche y así, tal vez, agarrar lo que sé que pasó pero que se me escurre.
Por ahí acuerden conmigo en que escribimos -inscribimos en el mundo- para construir sentido. Para intentar explicar lo inexplicable. Pero eso tampoco responde de lleno mi pregunta. ¿Por qué hacerlo?
Repasemos los hechos. Desde el comienzo de su presentación, Liliana Heker nos advirtió (y todos abrimos los ojos y escuchamos con atención, que es lo que se hace cuando Liliana Heker comparte con vos la clave de algo) cuando dijo: no crean que Mapamundi es un libro fácil por estar contado desde el punto de vista de una nena. Hasta donde pudo, Heker nos habló de esa nena a la que le pasó algo terrible, y que vive con sus abuelos en un pueblo en el campo. Aseguró que el conocimiento de lo que es un ser humano, tenga seis u ochenta años, es lo que hace a un escritor. Al leer el epígrafe, nos dio una nueva clave: esto es lo que, de alguna manera oculta, va sucediendo en el libro. El epígrafe decía: “No entres dócil en esa buena noche. Enfurécete, enfurécete contra la muerte de la luz”.
Acordé enseguida con ella porque ¿qué de fácil tiene la infancia? Y es cierto, esa nena tiene furia y resiste. Resiste más que nada, sin dejar que nada lastime su asombro. Y, sí, hay que ser muy valiente para meterse en ese doble fondo que es la infancia desde la vida adulta. Y muy sabio. Y Lila es todo eso.
En la entrevista que se le hizo más tarde, Lila explicaría que cuando se le presentó el primer cuento, había necesitado de un personaje que estuviera bajito. Una nena, en el asiento de atrás de un coche. Y que cuando se dispuso a escribir el siguiente cuento, el personaje de la nena volvió a aparecer, allí, mirando todo desde su estatura, obligándola a seguirla hasta que ya no le dijo más nada y que ahí fue cuando se dio cuenta de que tenía que parar.
Releo algo que hace mucho tiempo dijo Graciela Montes: “Tal vez no escribamos para comunicar sino para recordar, para mantener vivo lo que podría disolverse en la nada” (¿a ustedes les pasa lo mismo? ¿La vieron? Yo le vi el rabo a la respuesta que busco justo antes de que doblara la esquina. No sé qué forma tiene, pero sé que existe. Corro tras ella). Entonces lo que tuvimos y que ya no tenemos puede volver por virtud de la palabra: una hilera de chingolos en el poste. El canto de las chicharras en verano.
Con una fe inmedible en la relación de las palabras con las cosas, nos ponemos a escuchar y a seguir un personaje para volver a tener lo que tuvimos. Y entonces escribimos. Pero también debe haber algo que esté adelante, en el futuro. Lila se sienta a escribir porque hay un momento, nos lo dijo esa noche, que es como un resplandor, algo que se presenta completo, que ella intenta agarrar y, aunque a veces no quede nada, siempre está la esperanza de poder hacerlo. Que ella se sienta a escribir con la fe de agarrar ese resplandor.
Hay algo con perseguir lo inasible. Pero esa noche, como dije, pasó algo más. Esa noche, con el libro entre sus manos, Lila nos leyó uno de sus cuentos y sus palabras dieron inicio a la avanzada de su cuerpo, aún ligadas al timbre de su voz y la cadencia de sus silencios, y nos tocaron de manera tan concreta como es el contacto de una onda sonora con un tímpano. Las palabras emigraron de Lila hacia nosotros, donde comenzaron a reescribirse. Porque deleitarse con los universos que otros construyeron, y hacerles lugar en nuestro propio universo, es eso.
Poco antes de terminar su presentación, Heker nos había dicho: este libro hay que leerlo con la devoción con la que se lee un gran poema.
¿Tengo que explicar que tomo nota de todo lo que Heker dice porque ahí siempre hay algo que me va a llevar de vuelta a mi camino? Bueno, creo que no, pero en este caso, con el Mapamundi de Lila de por medio, estrujo las notas hasta sacarles la última gota porque yo no quiero terminar esto sin saber si existe una respuesta a la pregunta del comienzo.
Parece que Jacques Derrida dijo: “No hay poema sin accidente, no hay poema que no se abra como una herida, pero también que no sea hiriente”. Busco ejemplos, marcas de esa devoción: ¿cómo leo un gran poema? ¿Qué le pasa a mi cuerpo al leerlo?
En mí, esa devoción es algo muy parecido a la fe. Fe que empieza a crecer a medida que una evocación rodea un lugar interior que yo no sabía que tenía y que -parece contradictorio pero de verdad no lo es-, se eleva a medida que lo que estoy leyendo me derrumba.
Entonces no hay poesía sin herida. No la hay sin la herida de quien escribe. No la hay sin la herida de quien la lee. Acá está, digo, acá está ese algo más que ando persiguiendo. Esa noche empezó la historia de las dos orillas de esa herida: la de Lila y la de quienes la leamos.
Y ahora, que recuerdo su voz, sus ojos brillantes, el calor, el silencio, el peso del libro en mis manos húmedas, los aplausos, veo que gran parte de eso que persigo, eso inasible que ocurrió esa noche, estaba implicado en el cuerpo. No sólo en nuestros cuerpos atravesados de sensaciones, de pasado, de anhelos, sino también en la marca concreta de esa herida que busca inscribirse en el mundo: el libro. Acaso, su cicatriz.
Si de algo da cuenta ese cuerpo que es un libro, es de la fe. Si no, cómo se explica la larguísima historia de los libros si no es por la fe en el poder corporal de lo escrito: los acariciamos, los apoyamos sobre el pecho, los tratamos con cuidado, los anotamos. Los que no pueden soportarlos, los queman.
Y allí estaba Mapamundi sobre la mesa, también por gracia de la fe de su editora, que convirtió en un cuerpo nuevo las palabras con que Lila no puede evitar buscar explicar lo inexplicable. Y que, acompañando aquella avanzada, lo puso en contacto con nosotros y con el mundo.
Lila lo dijo tan claro desde el comienzo: se sienta a escribir con fe de poder agarrar un resplandor.
¿Son los libros, como la escritura, también un acto de fe? ¿Leer con devoción no es tener fe en que vamos a descubrir lugares que no sabíamos que teníamos, es decir, en que agarraremos un resplandor?
Liliana afirmó que no le cree al escritor que dice ser pesimista: “en realidad, la creación artística es un acto de fe”.
Qué será la fe, dirán. Seguro es algo que tiene que ver con derrotar a la muerte y al tiempo. Algo que en este mundo, en este tiempo no se puede evitar tener. Mapamundi entre mis manos es muestra de ello.
Ali Lan
“Mapamundi” de Lila Gianelloni, Paisanita Editora, 2018.